De un tiempo a esta parte estoy percibiendo con mayor
fuerza, si cabe, la frustración, más que
angustia, de la cortedad de la vida vista desde una madurez muy madura,
para poder abordar alguna de las muchas asignaturas pendientes a lo largo del
recorrido vital. Nunca hubiera supuesto que una de esas materias fuera
Shakespeare. Aunque lector casi desde la cuna, he tenido la virtud o el
defecto, según se mire, de estar muy enganchado a mi faceta profesional con lo
que mis lecturas, aunque abundantes, estaban fundamentalmente orientadas al
entretenimiento sin muchas alharacas, eso sí muy centrado en la novela
histórica y en los aconteceres bélicos entre las que me muevo con cierta
soltura.
La literatura clásica nunca me resultó atractiva,
probablemente porque siempre la vi como un tipo de asignatura peñazo,
íntimamente relacionada con análisis sintácticos, biografías que no me decían
nada y estilos, corrientes o escuelas literarias que aún me decían menos. Uno
de esos días de una adolescencia atribulada por una inflamación de deberes
notable me impusieron la lectura de algún capítulo del Quijote y acabé más
atribulado y confundido que el Personaje puesto que no entendía, o no supe
entender nada, a lo que al aburrimiento se añadía por mis escasas luces, en
contraste con las alabanzas y abalorios que el profesor presentaba en torno a
caballero y escritor.
No cabe duda que cuando una sensación, un estado emocional
arraiga y se convierte en convicción resulta muy difícil incursionar de motu
proprio en territorio comanche. Shakespeare pertenece al género y por tanto,
siempre tuve la preocupación de pasar a través suyo cuando me tocó, como el
rayo de sol por la ventana, sin romperlo ni mancharlo, vamos que ni me enteré.
Es verdad que años después comprobé que era una fuente habitual de inspiración
para gentes poco sospechosas de vulgaridad como Verdi, con quien mantengo una
buena relación, Mendelshon, Berlioz o el propio Wagner. Si hubiera mostrado
alguna sensibilidad en el mundo de las artes plásticas también hubiera
encontrado a Sir William como fuente inspiradora. El asunto me llamó la
atención sin que ello bastara para modificar mis creencias. A lo más que pude
llegar es que, en cualquier caso, no estaba a mi alcance, no era asunto mío.
En esas andaba, cuando una amiga, conocida desde hace dos
años, pero sentida como desde toda la vida, me mostró con absoluta naturalidad
cómo Shakespeare era la síntesis, el compendio de todas las artes, las
emociones, el drama, la comedia o el simple divertimento. La amistad otorga y
concede confianza pero el enamoramiento suele tender a la subjetividad. Pero,
héteme aquí, que de un tiempo a esta parte me vengo encontrando constantemente
con la eximia figura en autores de peso y poso como Thomas Mann, Javier Marías
que estoy empezando a degustar. He descubierto a Shakespeare en formato
estratega, haciendo referencia como mínimo a la aproximación del bosque de Birnam
al castillo de Macbeth en notas de Napoleón o en técnicas de estrategia
empresarial impartidas en Harvard. Aparece lo mismo en obras de ética, como de
sociología. Aunque no tengo ninguna referencia no me extrañaría que hasta la
ingeniería tuviera algo que agradecer al personaje
Mis convicciones, al menos en lo que respecta a Shakespeare
se tambalean. Aunque personalmente lo veo muy lejano empiezo a percibirlo como
una deidad que todo lo ilumina. Al parecer no existe arte ni condición que no
esté sublimada en el fecundo taumaturgo. ¿Qué puedo hacer una vez que mi vida
ha transcurrido huérfana de Él? Cuando mi paciencia, mi tiempo y mi solvencia
son limitados; cuando las neuronas fragilizan y disminuyen. No sé, se me ocurre
una idea que no sé si dará resultado. He acudido a mi proveedor de confianza,
Amazon, y le he pedido consejo. --Me ha respondido: -- Mira, para empezar te
mando tres volúmenes con las Tragedias, Los Dramas Históricos y las Comedias
(contra el óbolo correspondiente). Así que dicho y hecho, los he colocado
presidiendo la estantería de mi literatura favorita, para ver si por influjo,
infusión o simple transmisión telepática, me transmite algo de lo que me he
perdido, aunque no termine de leerlo.